Tengo la sana costumbre de probar los manjares de las tierras que visito y es uno de los alicientes que me hacen llegar a estos parajes, a parte de las olas claro.
A la hora de escoger, cuando no conozco el pueblo que visito, me gusta pasear y observar los diferentes locales, su decoración y el tipo de gente que los frecuenta.
Hay los finos y refinados, afines a cualquier nueva corriente de diseño, llenos de enteradillos que piensan que lo que les están sirviendo son grandes exquisiteces y en realidad, son marcas blandas de supermercado.
Yo soy más de los restaurantes de toda la vida de los restaurantes añejos, de los de las mesitas de mármol blanco y patas de hierro forjado, con sus cabezas de animales disecados, uno de aquellos anteriores a todas las normativas municipales.
En los que el vino se sirve en un vaso de vidrio grueso de color ámbar a ser posible. Beberlo en copa de cristal y sin gaseosa sería demasiado.
Así que, ya un poco embriagado, me despido y no me hagáis mucho caso, que solo pretendía darle un envoltorio literario a todas estas fotos.